El alcalde de Celebici la lía. (I Entrega)

La sección  dispuesta a salir hacia Celebici
Vuelve a ser domingo,  toca hablar por tanto de "Legionario en Bosnia 1993"  un libro que  se subtitula "Quince relatos cortos de una guerra larga". Cuatrocientas setenta y tres páginas en las que relato a mi manera, una serie de experiencias que tuve la oportunidad de vivir, junto a los hombres de la II sección de la compañía Austria, que encuadrados en la VIII bandera expedicionaria de La Legión, participamos en Bosnia de la misión encomendada a la AGT Canarias.

Para que se hagan una idea de cómo es el libro, les dejo la primera parte de uno de los relatos, que se titula concretamente  "El alcalde de Celebici la lía", creo que les distrairá y les animará a adquirir el libro. Si así lo desean les basta con clicar en la imagen de la publicación que se encuentra en la columna a la derecha del texto, exactamente donde dice "Compra Legionario en Bosnia 1993, aquí" el enlace los llevará hasta la página que les permitirá comprarlo en Amazón.

Espero que sea así, aquí les dejo el texto:

"No puedo fijar el día porque debo reconocer que para esto de las fechas y para bastantes cosas más, soy un desastre completo; pero puedo asegurarles que corría el verano de 1993 y como ya saben ustedes, los de la Cía. Austria de la AGT Canarias estábamos desde el mes de abril en Bosnia dedicados a practicar un oficio que no le deseo a nadie. Éramos temporalmente, gracias sean dadas a Dios por ello, cascos azules de la ONU. Uno de los menesteres menos brillantes de los que conozco a los que se puede dedicar un soldado y créanme si les digo que conozco unos cuantos.

Lo de ser soldadito de UNPROFOR es más complicado de lo que a primera vista parece y en realidad tiene más trampas que una película de chinos. Resulta un oficio difícil, incómodo y peligroso. ¿Qué así es el oficio de las armas? Pues sí, pero con matices. Por lo que pude ver en Bosnia, lo de ponerte el casco azul te convertía automáticamente en una suerte de muñequito sobre el que era lícito practicar el innoble deporte del tiro al UNPROFOR. 

Y digo innoble porque la inmensa pléyade de hijos de mala madre que se entretenían en tirotearnos, bombardearnos, apedrearnos, colocar minas a nuestro paso o cualquier otra cosa que su fértil ingenio les aconsejara, sabían perfectamente que teníamos las manos atadas, por lo que no íbamos a tomar medida alguna para repeler la agresión y naturalmente, así cualquiera.

Las normas por las que debíamos regirnos si se producía un enfrentamiento armado, hacían que devolver el fuego que recibíamos resultara prácticamente una tarea imposible. Desde el aspecto de la práctica militar esta cuestión resulta un hándicap considerable para la seguridad del que lo recibe, pero es todavía mucho peor si consideramos la “paz espiritual” del tiroteado. No  pueden ustedes ni imaginarse lo que consuela liarse a tiros cuando te disparan, aunque sólo sea por hacer ruido y estar entretenido en algo.

Pero hay que decir que ese oficio tan poco brillante militarmente  hablando, da unas satisfacciones morales muy importantes que cuando haces balance superan en mucho los aspectos negativos. A decir verdad, tanto mi gente como yo mismo, estábamos muy orgullosos de la tarea que llevábamos a cabo que tantas vidas salvó y tantas desgracias alivió, que una cosa no quita la otra. 

Un cirujano puede pensar que el quirófano en el que opera es un habitáculo inmundo, que no tiene las herramientas necesarias para llevar a cabo su labor, que la asepsia brilla por su ausencia o que la enfermera se comporta como una auxiliar de carnicería y a la vez, estar orgulloso de su profesión y muy satisfecho de las vidas que ha salvado.

Pero dejémonos de disquisiciones y vamos a lo que vamos. Sobre las 10 de la mañana de ese ignoto día fui convocado al Puesto de Mando en el que, en presencia del Capitán Romero, se me explicó la situación. Al parecer el alcalde de Celebici, una población del distrito del Konjic situada al norte de Jablanica por la que atravesaba la carretera que iba hasta Sarajevo, había recibido una muy mala noticia, su hijo que era combatiente musulmán había caído prisionero de los croatas.

Como por lo visto no recibía demasiado apoyo de la Armija, cuyos mandos no le tenían simpatía alguna  a los jefecillos locales que actuaban a su aire, como auténticos señores de la guerra y no reconocían la autoridad militar del ejército regular musulmán, había decidido tirar por la calle de en medio y aprovechar su posición “geoestratégica”. Así que incontinenti hizo saber a las autoridades de UN que había minado el puente por el que discurría la ruta humanitaria a Sarajevo situado dentro del casco urbano de su población  y que por allí no pasaba un vehículo de UNPROFOR o de ACNUR hasta que los de UN le devolvieran a su hijo o le anunciaran que se habían hecho con él.

Lamenté la situación del padre y sobre todo la del hijo. El alcalde actuaba a la desesperada porque de sobras tenía que saber,  igual que lo sabía yo, que como el chaval hubiera caído en manos de croatas de la zona no había remedio, lo habrían hecho picadillo en menos tiempo que se persigna un cura loco; que en la zona de Celebici y Konjic habían pasado muchísimas cosas, casi ninguna buena y el odio entre los distintos bandos contendientes era de un nivel desmesurado.

El mando, que debía estar convencido que los de la Cía. Austria teníamos poderes taumatúrgicos, había decidido  que una sección se desplazara a Celebici con un intérprete y convenciera al alcalde para que desminara el puente y dejara el paso libre tal y como disponían los acuerdos internacionales que amparaban la actuación de UN en Bosnia.

Me contaron lo que les cuento e inmediatamente como siempre, me preguntaron si tenía alguna duda que quisiera expresar o alguna pregunta que hacer y cómo resultaba que sin esforzarme, casi a bote pronto, se me ocurrían más de veinte cuestiones y me daba corte exponerlas, respondí de acuerdo al código no escrito que regula las relaciones entre superiores y subordinados en el ejército, que no tenía ninguna pregunta que hacer y lo tenía todo meridianamente claro. 

Me encomendé interiormente a San Millán Astray y me despedí reglamentariamente, que lo de las buenas maneras está muy bien visto y se aprecia muchísimo entre la gente que se sienta en los despachos de Mando.

Cuando salía acompañado por el capitán Romero, nos alcanzó el capitán  Pita que se dedicaba a tareas varias en la PLMM del destacamento, unas públicas y otras reservadas, que me indicó que el intérprete estaría esperándome en el cuerpo de guardia. Al fondo escuché a Cora que me animaba a apresurarme y no perder el tiempo, miré de reojo a Romero, le cedí el paso y salimos.

Mientras apresuradamente nos dirigíamos al lugar donde se encontraba la sección, ocupada en el mantenimiento del armamento, Romero  me preguntó si lo tenía todo claro.
― Cristalino mi capitán, le mentí con convencimiento. No tenía nada claro, pero me imaginaba que así estábamos todos.
― Recojo al intérprete, nos vamos hasta Celebici, hablo con el alcalde y le convenzo para que quite los explosivos del puente y ya está. Sencillo y claro ― sonreí ― como a mí me gustan las misiones.
― Por cierto mi capitan ― continué ― supongo que estamos hablando del puente  que salva el barranco que divide la zona central del casco urbano de Celebici ¿verdad?

Romero me miraba preocupado ― Sí Miguel, ese es el puente ¿pero sabes lo que le vas a decir al alcalde?
―Pues ahora mismo mi capitán no tengo ni idea, pero por el camino algo se me ocurrirá. 
Vi en los ojos de Romero que no participaba de mi optimismo. Quise tranquilizarlo aunque viéndolo desde la presente perspectiva, creo que terminé de ponerle los pelos de punta.

Le dije en tono serio, que tampoco estaba la cosa  para muchas alegrías. ― No se preocupe mi capitán,  porque si alguien en algún lugar, supiera lo que hay que decirle al cabrón ese, nos lo habrían comunicado por escrito, con el sello de confidencial y urgente y aunque pensáramos que lo que allí se decía era un error,  nos hubieran obligado a  utilizar el argumento parido en Kiseljak o donde quiera se haya decidido esta misión.

― Así que no se preocupe, en el fondo nadie sabe lo que hay que decirle al alcalde o tienen tan poca fe en lo que vamos a hacer que no se han puesto a pensarlo siquiera. Nosotros a lo nuestro. Ya sabe, vamos y lo arreglamos, que para eso nos pagan.

Debería explicarles un par de asuntos que creo pueden contextualizar lo que estaba sucediendo y me parece que este es el momento. Dos problemas afectaban principalmente a mi capitán, por una parte el protagonismo de los tenientes en Bosnia, pues la mayoría de las misiones las llevaban a cabo unidades tipo sección y por otra lo que se cocía en la zona de Celebici, lugar en el que, como antes les decía, habían ocurrido cosas espantosas y el odio entre los distintos grupos era espeluznante.

MI capitán sufría en primer lugar porque estaba loco por subirse a su BMR y ponerse al mando de la misión. Romero tenía en ese momento la misma cara que se me puso a mí, cuando en nuestro primer día en Bosnia vi como él y los de la 1ª sección salían de Dracevo caminito de Mostar mientras yo me quedaba con cara de primo en el destacamento. De todos es sabido que nunca llueve a gusto de todos y ahora al que le iba a tocar quedarse mirando como la columna se perdía en el horizonte  era a mi capitán, que así es la vida y eso  no tiene remedio.

Eso en primer lugar, en segundo lugar mi capitán era de la escala superior y en esa escala siempre se ha considerado a los tenientes como elementos disolventes y peligrosos a los que deben vigilar muy de cerca sus capitanes. Elementos poco de fiar, no por falta preparación, valor o amor al oficio sino por sobra de bisoñez.

Hay pensamientos tradicionales muy difíciles de erradicar. Ya conté anteriormente que injustamente se tendía a considerar a los rancheros una suerte de subespecie legionaria. La opinión de los jefes sobre los tenientes, salvando las naturales distancias, no era mucho mejor. 

Quizás lo que mejor aclara este asunto es una frase que alguien, seguramente un profundo pensador,  soltó un día y tuvo un éxito apoteósico. Decía así: ”Los tenientes son como los chinos, no cometen más que desatinos”. La primera vez que escuché el aserto me pareció falto de contenido e injusto y eso que no era teniente, imaginen lo que pensaba de la gracieta llevando mis dos estrellas de seis puntas en el pecho.

Así que si sumamos las ganas que tenía mi capitán de darse un garbeo hasta Celebici y desfacer el entuerto personalmente, el peso de la tradición recibida que condenaba al empleo de teniente a sufrir la desconfianza automática de sus superiores y ya por finalizar la pobre opinión, que a buen seguro, le merecían mis dotes diplomáticas, pueden ustedes deducir sin temor a equivocarse que Romero estaba extremadamente preocupado y no sabía cómo disimularlo.

Porque siendo como era extremadamente educado y exquisito en el trato con sus subordinados, no quería bajo ningún concepto herir mis sentimientos con sus dudas y no sabía bien como aconsejarme sin que pareciera que se metía en camisas de once varas o lo que es peor, donde no le llamaban. Que no era el caso, porque desde mi punto de vista mi capitán hacía bien preocupándose por su gente y me enorgullecía su delicadeza.

Así que aproveche el camino para asegurarle que iría con mucho cuidado y que no debía preocuparse demasiado. Lo que estaba haciendo el alcalde era una acción muy grave para los musulmanes que estaban combatiendo en Sarajevo y si las cosas se ponían tiesas, pero tiesas de verdad y no nos hacía caso, ipso facto se iban a ir para allá media docena de los comandos que para estos casos tenía el general del IV Cuerpo de Ejército de la Armija y en menos tiempo que tarda el muecín en recitar el adán, se iban a pasar por la piedra al alcalde y a todo aquel que respirara a destiempo o lo pareciera.

En mi opinión, le dije a Romero, el alcalde no iba a ofrecer demasiada resistencia y si la cosa se ponía mal, que lo arreglaran entre ellos. Que al fin y a la postre la carretera era suya, el alcalde, ídem del lienzo y lo mismo sucedía con los que combatían en Sarajevo y necesitaban desesperadamente la ayuda que les negaba el empeño del alcalde.

Romero me miró de hito en hito y me pareció adivinar una lucecita de esperanza en el fondo de su mirada. Oí el taconazo de Ávila que a la carrera se había acercado para dar la novedad. Romero se detuvo para recibirla en posición de firmes, me cuadré al costado de mi capitán. Oí como Ávila decía...

Pero eso se lo cuento el próximo domingo, día en el que seguiremos con el relato de lo de Celebici que tuvo su aquel, se lo puedo asegurar. Ahora cuando lo recuerdo me hace hasta gracia. Entonces, si soy sincero, menos.

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