Los tres jardineros de Dracevo (Primera entrega)

El aspecto del destacamento de Dracevo era manifiestamente mejorable

No me pregunten la fecha porque no tengo ni idea de cuál pudiera ser, probablemente fuera a comienzos de nuestra estancia en Bosnia, porque eran algo más de las nueve de la mañana y todavía se estaba muy a gusto al sol. Me encontraba en el destacamento de Dracevo, sentado a la puerta del barracón de Mando, mientras veía trabajar a tres de mis legionarios que se dedicaban con gran energía a rellenar con la tierra que traían con una carretilla, un cercado de piedra seca que rodeaba unos de los pocos árboles que se podían ver en el destacamento.

Me encontraba en paz con Dios y con los hombres, tranquilo, relajado y satisfecho de algunas decisiones que había tomado hacía apenas unas horas, que me parecían entonces y ahora muy acertadas, sobre todo si me fijaba en cómo sudaban la gota gorda los legionarios a los que observaba. Estaba fumándome un cigarrillo con toda la calma del mundo, cuando me percaté que en el umbral de Mando  se encontraba el teniente coronel Alonso Marcili que miraba entre atento y sorprendido la frenética actividad de los tres legías. Me levanté, saludé y le cedí el asiento que aceptó, mientras que con una mano me señalaba al interior del barracón para que sacara otra silla  y me sentara con él.

Lo hice y permanecimos en silencio unos minutos, mientras mi jefe fumaba uno de sus cigarrillos de tabaco negro. Al rato el Tcol se dirigió a mí ― Oye Rives ¿tú sabes lo que están haciendo esos tres legías?
― Son de la compañía Austria mi teniente coronel. Buenos chavales, trabajadores, muy aficionados a la jardinería y me han  pedido por favor si les daba permiso para ajardinar esta zona y les he dicho que me parecía bien ― Giré la cabeza para mirarlo ― Espero que no haya inconveniente.

El "capataz" de los jardineros
Alonso Marcili guardó silencio y encendió otro cigarrillo que fumaba usando una boquilla. Esperó un buen rato antes de preguntarme ― ¿Aficionados a la jardinería? Rives no me jodas ― exclamó.
― A mí no me extraña tanto porque los conozco mi teniente coronel, es verdad que son un poco raros, pero en la 5ª compañía en Fuerteventura, tengo gente rara a punta pala, usted ya sabe cómo es la VII Bandera.

Me miró, terminó su cigarrillo en silencio, se levantó y haciéndome un gesto para que no me incorporara volvió al interior del barracón. Alonso Marcili, que tenía más tiros pegados que la XIII bandera del Tercio, sabía cuándo no debía insistir. Me conocía desde hacía muchos años y supondría que si no quería aclararle los motivos de la actividad, tendría mis razones.
Y efectivamente las tenía.

Los tres “amigos” de la jardinería estaban pagando una deuda que habían adquirido hacía ya un par de noches. Mantuvimos en su momento una charla muy constructiva que cristalizó en un acuerdo entre caballeros. En aquellos momentos el motivo de la deuda, era un secreto entre los tres legionarios y un servidor. Creo que tras veintiún años se puede alzar el tupido velo que hasta la fecha ha protegido  el misterio y explicar a qué se debía ese repentino y misterioso amor por la jardinería de mis tres legionarios.

Cuando se habla de jardinería no sé por qué será, pero todo el mundo piensa en una joven muy guapa con pamela cortando unas rosas o removiendo la tierra delicadamente en un macizo de hortensias. En el peor de los casos tendemos a asociar esa actividad con un individuo en bermudas, con barriga cervecera, regando el césped  de los tres palmos cuadrados del jardín de su adosado. No era ese el caso de mis tres amigos que se enfrentaban a un trabajo muy duro. Se lo aseguro, no es lo mismo regar plantas en un adosado que ajardinar una zona  que parecía hubiera pisado con cierta frecuencia  el caballo de Atila.

El acuerdo al que llegamos les obligaba a cercar cada uno de los árboles que había en la zona delante del barracón de mando, con  una pared de piedra seca. Ya saben ustedes  esas cercas que se hacen con piedra, sin que medie cemento o argamasa en su construcción. Eso sí hay que colocarlas con arte, procurando que la superficie de contacto entre las piedras sea la máxima posible y luego la habilidad del constructor y la gravedad hacen todo lo demás, eso al menos dicen los que entienden de esas cosas, la verdad es que llevar a la práctica la teoría resultaba más complicado de lo que pudiera uno suponer. Pero era una forma de construir muy habitual en la Fuerteventura rural, así que  mis “amigos” estaban hartos de ver las murallas de piedra seca y las gambuesas para el ganado construidas siguiendo esa técnica, por lo que pensaba que con haberlas visto e incluso haberse sentado alguna vez en ellas, deberían tener el conocimiento suficiente para coronar con éxito su construcción.
Trabajo tuvieron ...

Después de construir la cerca alrededor del árbol, rellenarían el cercado correspondiente con tierra y tras rellenarlo deberían ir al bosque, que había entre el destacamento y la carretera, para cortar tepes de musgo que plantarían sobre la tierra debidamente humedecida para conseguir un efecto césped, maravilloso.

Finalizado todo ello, deberían encalar la pared de piedra, siguiendo la ancestral costumbre de La Legión. Lo de encalar  era y es una tradición en el Tercio y ya se sabe que las tradiciones son muy importantes y hay que conservarlas y promoverlas. De hecho los más veteranos cuentan que cuando una unidad legionaria llegaba a un lugar para establecerse, antes que la cocina, las letrinas o los dormitorios, se construía una calera a fin de conseguir cal suficiente para blanquear lo que hiciera falta.

Y de ahí nace un cuento que tiene que ver con esa costumbre. Debían correr los años cincuenta del pasado siglo, cuando un legionario bastante corto de entendederas llegó de permiso a su pueblo, allí todo el mundo esperaba los relatos sobre las experiencias en el Tercio del vecino, que como ya he dicho era bastante bruto. En la taberna del pueblo había gran expectación, era el primer hijo del pueblo que servía en La Legión y querían saber cómo  era el Tercio desde dentro.  Ante su silencio, el legía era de muy poquitas palabras, uno de los vejetes que había interrumpido la partida de dominó esperando los relatos del chaval, le preguntó ― Pascasio ― así se llamaba nuestro joven ― cuéntanos que haces en La Legión.
Pascasio frunció el ceño, hizo un esfuerzo reflexivo brutal y contestó ― Saludar a todo lo que se mueve y encalar todo lo que se está quieto.

Así que estaba más que claro, cristalino, que teniendo presente que el destacamento de Dracevo era un  destacamento legionario, las paredes de piedra seca deberían estar encaladas para respetar la tradición  y las costumbres. Les explico con precisión todo lo que tenían que hacer  mis “tres mosqueteros”, que eran tres y no cuatro, porque los españoles somos más formales que los gabachos y no enredamos, como éstos con los números, para que se hagan una idea del trabajo que tenían que realizar y que no les evitaba servicio o trabajo alguno que les viniera por la vía jerárquica. Estaba acordado, el ajardinamiento se haría en los momentos libres de los tres jardineros de Dracevo.

Vi venir hacia Mando al capitán Romero, que seguro iba a dar novedades a Alonso Marcili, me levanté y me dirigí hacia él, al llegar a su altura lo saludé, el capitán se detuvo a mirar a los jardineros que habían redoblado furiosamente su actividad y fingían no haberlo visto.
― Mi capitán el teniente coronel ya me ha preguntado por esos tres.
― ¿Y qué le has dicho?
― La verdad, mi capitán. Que son tres legionarios de la Austria que se han ofrecido voluntarios para ajardinar la zona.
― ¿Y? — volvió a preguntar Romero.
― Pues nada mi capitán, el teniente coronel no ha dicho ni palabra. Estoy seguro que si usted no le comenta nada, él tampoco va a profundizar en la cuestión.

― Ya veremos― masculló  Romero al que había cosas que le superaban y que eso de contarle milongas al mando, aunque todo el mundo estuviera al cabo de la calle del milongueo, le ponía de los nervios. Ya habíamos tenido una larga charla sobre la restricción o reserva mental, figura ampliamente debatida por los estudiosos de la ética y la moral, pero la verdad es que no estaba demasiado convencido, no hubo manera de que aceptara que la restricción mental fuera aplicable al asunto que generó el profundo amor por la jardinería de los tres legionarios de marras.

Se despidió de mí y arrancó en dirección a Mando. No habría problemas, en cuanto el Tcol le viera la cara a  Romero, que era un tío estupendo pero un bendito de Dios incapaz de cualquier fingimiento, sabría qué éste tenía pegas  con el asunto de los jardineros y Alonso Marcili era un caballero y “sabía manera” por lo tanto no le iba a preguntar al capitán nada que tuviera que ver ni de lejos con la jardinería.

Tenía que ir a atender asuntos pendientes que requerían mi atención, pero antes de irme me acerqué a los legionarios, que en cuanto el capitán les dio la espalda habían adoptado un ritmo de trabajo bastante más pausado que el que exhibieron ante su presencia y les expliqué con pelos y señales lo que haría con ellos si creaban cualquier situación que, por nimia que pareciera a su criterio,  pudiera ser considerada como un problema por parte del mando.

Me miraron, los miré y me entendieron perfectamente, pude leerlo en sus rostros. Más tranquilo y con la conciencia de haber atendido satisfactoriamente el problema me fui hacia el aparcamiento de los vehículos.


Mañana continuará. Espero que les queden ganas de seguir o les pique la curiosidad.

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