Por la boca muere el pez



Estamos viviendo tiempos durísimos en los que parece que la tensión y el dolor sea lo único que ande  medianamente repartido en este país, en el que no creo que haya demasiada gente que pueda vivir con cierta tranquilidad de espíritu. Una situación que poco va a cambiar hasta que los españoles no seamos capaces de solventar una serie de problemas fundamentales muchísimo más importantes que los económicos.

Me sé de memoria lo de  “Primum vívere, deinde philosophari”, que no es un adagio latino, aunque esté escrito en latín, que conste. Entiendo que estamos metidos de hoz y coz en una lucha terrible por nuestra supervivencia económica como ciudadanos y como nación y eso lamentablemente nos inclina a justificar acciones que son de todo punto injustificables.

Puedo aceptar que primero habrá que atender a lo fundamental, tengo claro que lo prioritario es atender a la supervivencia de las personas para que se recobre un clima de normalidad económica y social a la mayor brevedad posible. Pero siendo eso absolutamente prioritario, no nos equivoquemos, porque si cuando todo esto acabe y recobremos ese clima de normalidad del que hablaba, en el que los individuos, las familias y las comunidades puedan desarrollarse dentro de unos límites aceptables de justicia social; si llegado ese momento - que llegará - decidimos que el asunto se ha finiquitado con la solución técnica a nuestros problemas de déficit, si cuando las cosas empiecen a funcionar, nos limitamos a respirar aliviados por haber sido capaces de encontrar solución a la difícil ecuación económica y financiera que hemos sufrido  y, encantados de habernos conocido, sacamos pecho y la filosofía del conjunto de los españoles se puede resumir en eso tan  previsible  de “ya lo había dicho yo hace muchísimo tiempo y si me hubieran hecho caso antes…” 

Si cuando eso suceda, plenos de júbilo por la solución del problema económico, aliviados de la tensión, a nadie de nosotros se le ocurre reflexionar sobre los déficits éticos que sufre nuestra sociedad y que tan descarnadamente se han puesto de relieve a lo largo de este tormento, si eso sucede así, realmente no habremos solucionado nada y estaremos listos para la inminente repetición de la jugada.

Esto de las crisis tiene de bueno o de malo, según se mire, que sin darnos demasiada cuenta entramos en la corriente del atajo ético y nos quedamos in puribus ante nuestros semejantes, que encantados jalean con nosotros cualquier idea que busque estérilmente la solución a sus problemas en el ruido, la exageración o el insulto. La violencia se percibe como instrumento apropiado, la falsedad se establece como herramienta de uso corriente en el debate ético. El rumor, si perjudica al adversario, se aplaude y jalea, el insulto se premia y la falta de honradez intelectual se disimula, por aquellos que son todavía capaces de ver lo que sucede.

Se ha nombrado a Caín y Maniqueo hijos adoptivos de nuestro país y constituyen nuestros más preciados referentes éticos. Judas Iscariote  aparece como maestro de la evolución intelectual  y lo soez cobra condición de moderna normalidad. Todo el mundo aplaude y se entusiasma ante lo utópico y a nadie le importa o interesa si las propuestas que se hacen tengan o no, la más mínima condición de viabilidad. Todo está bien si lo que escuchamos nos gusta o nos lo dice alguno de los “nuestros” y se celebra gozosamente sin que intervenga en la aprobación del disparate de turno el más mínimo atisbo de análisis o crítica.

Porque ese ha sido el primer efecto de esta crisis, la acrítica aceptación de que esto es una guerra entre buenos y malos. Entre los míos que son los buenos, hagan lo que hagan y digan lo que digan y los otros, que son reos de toda maldad, digan lo que digan y hagan lo que hagan. Aunque haya una variación en la clasificación que permite a muchos afirmar que todo son malos, lo que lógicamente es imposible. 

El miedo y la angustia en lugar de volvernos más avisados y atentos, ejercen una suerte de acción narcótica, de tal manera que aceptamos unos mensajes que en situación normal ni siquiera consideraríamos. Crecen exponencialmente las teorías conspiranoicas y paralelamente crecen el disparate, la desilusión y el derrotismo. Todo está mal y nada ni nadie puede sacarnos de este marasmo negativo que acabará con todos nosotros.

Esto no es una guerra y o nos salvamos todos o nos perdemos todos, aquí no hay buenos y malos o por mejor decir hay buenos y malos, pero están en los dos bandos en los que tan gratuitamente hemos permitido que se nos dividiera.

Nos volvemos ciegos y sordos, aunque lamentablemente  ese síndrome no incluya  la mudez, ante todo lo que se nos diga que no sea de nuestro gusto. Nos hemos transformado en un conjunto de ciudadanos que exigimos nuestros derechos aunque lo hacemos de manera destemplada y con una tendencia desoladora a exigir lo que resulta imposible que se nos dé. Nos negamos a aceptar que no existe ningún derecho que se pueda ejercer sin límite y que el nacimiento de un derecho entraña de manera automática el inicio de una obligación que crea el difícil, pero necesario equilibrio entre ambos conceptos.

“No es justo lo que no es de mi gusto” es la frase que define perfectamente la actitud de la mayoría de los ciudadanos de nuestro país y así no vamos a ningún lado y debemos tener presente que esto será de aplicación, aún en el supuesto que al final salgamos de la crisis económica.

Hemos perdido dinero, trabajo, calidad de vida, pero también nos hemos dejado en este doloroso tránsito buena parte de la dignidad y el buen sentido que siempre han caracterizado al pueblo español. Bien está solucionar el problema económico, pero tras eso y garantizada la supervivencia, si no nos apresuramos a llevar a cabo el  rearme moral de esta sociedad, estamos condenados a repetir la amarga experiencia por la que estamos pasando, más pronto que tarde.

Muy probablemente lo que he escrito no le va a gustar a casi nadie, pero aunque a algunos extrañe, siempre he tenido a gala mi independencia personal, ella me empuja a decir lo que pienso. Quizás sea éste el camino que todos debiéramos tomar. Reflexionemos y averigüemos qué es lo que somos y qué es lo que queremos ser y ya de paso exploremos que caminos queremos y podemos transitar en este doloroso viaje.

Me lo decía un amigo, Miguel córtate un poco, pero por la boca muere el pez… Así que ahí queda eso.


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